La superficie de Sirgol había sido completamente quemada por los berserker
destinados a destruir toda vida allá donde la encontraran. Y junto con la superficie del planeta ardió el noventa por ciento de su población.
Pero en su interior, bajo kilómetros de roca, sobrevivía el diez por ciento restante, luchando con calmado fatalismo por proteger los restos de su existencia.
Para algunos de los supervivientes, la contemplación de aquella hecatombe había sido una experiencia excesiva, y una pantalla de olvido había caído sobre sus memorias; pero para la mayoría, el tiempo se había convertido en un eterno crepúsculo en el que esperar el ataque final de los berserker.
Tiempo. Aquello era todo lo que necesitaban para que la ayuda llegara hasta Sirgol. Y tiempo era lo que tenían. Todo el tiempo estaba abierto a los habitantes de Sirgol.